Yo corro.
Y no es el camino, la ruta o el asfalto.
Ni las preocupaciones, ni el estrés que voy dejando atrás.
Soy yo que avanzo.
Kilómetro a kilómetro y minuto a minuto, uno tras otro se enfilan en círculo alimentándome. Vital proteína para un corazón que aprendió a latir lento para llegar más lejos,
para tardar menos, para pedir más.
Tanto más que hoy no alcanza con lo de ayer y al que mañana no le alcanzará con lo de hoy.
Porque sigo avanzando.
Segundero rugoso y constante que acelera su pulso al ritmo de mi aliento, al ritmo de mis piernas que quieren ser alas, cada vez que despegan y cada vez que braceo.
La vista tiembla, el aire escasea.
Y pueden más 40 años de tesón, disciplina y voluntad gritando un inexplicable si, que 70 kilos de masa, fibra y tendón suplicando el irrefrenable basta y un incontenible no.
1.000 kilómetros cada carrera o más aún.
O a caso mis piernas no han tragados rutas enteras antes que el cronometro se ponga en cero, antes de pulsar el botón que da inicio a ese instante supremo que termina cuando vuelvo a apretarlo.
A reír si fui más rápido, a esperar el próximo si no lo fui tanto.
Y 1.000 kilómetros más, y 1.000 más.
Corro porque quiero, y hasta cuando no quiero corro porque si sigo quiero, tanto que finalmente sigo aunque ya casi no puedo.
Metro al cubo de alma que rompe la barrera del latido.
Trasformado en verbo, en acción.
Que lejos de poder decirse con la boca es necesario poder pensarse y sentirse, y solo aquellos que hayan sido verbos podrían intentarlo gritar, pero con el cuerpo.
Soy yo que corro.
Porque mi vida ya dejo de prestar momentos para eso.
Mi vida dejaría de ser sin ese instante,
Ese donde soy verbo,
Ese en el que dios, el cielo y la tierra corren en mi,
Ese en el que soy yo,
Ese en el que yo vuelo.
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